La pandemia de COVID-19 fue un condicionante innegable en 2020. Dio lugar a un alentador impulso solidario, que pareció suturar la grieta política que es la causa fundamental de la terrible grieta social que sufre el país.
El primer año de gobierno del Alberto Fernández arroja un balance desalentador, en el que se destaca, fundamentalmente, un gran interrogante acerca de cuál es el proyecto de país y cuáles los objetivos de corto, mediano y largo plazo. En otras palabras, ni la gestión, ni los discursos del presidente, ni tampoco las manifestaciones del resto del oficialismo muestran un plan de gobierno que genere un mínimo de esperanza.
La pandemia de COVID-19 fue un condicionante innegable en 2020. Dio lugar a un alentador impulso solidario, que pareció suturar la grieta política que es la causa fundamental de la terrible grieta social que sufre el país. Sin embargo, los resultados sanitarios no ayudaron, los problemas económicos graves que venían de arrastre se profundizaron y, finalmente, las imprudencias verbales (especialmente del oficialismo) terminaron convirtiendo a la pandemia y a las vacunas en argumentos de barricada, mientras se producía el abandono masivo de la cuarentena y proliferaban las críticas por la pérdida del año escolar.
Estas fragilidades políticas se potencian con los enfrentamientos, a veces infantiles, con la oposición.
Si bien la presidencia de Mauricio Macri dejó un saldo negativo especialmente en materia económica, la realidad es que el país afronta una crisis estructural que no se resolverá con amateurismo político. Ningún gobierno puede tener éxito si no es capaz de mirar la realidad de fondo y es por eso, tal vez, que llevamos tantos fracasos acumulados a lo largo de medio siglo.
En este primer año de gestión, todo parece anticipar que marchamos hacia una nueva frustración. Y en este caso, a la grieta ideológica que divide a nuestra sociedad se añade la fractura interna de la coalición gobernante, en la cual las diferencias entre el primer mandatario y la vicepresidenta son indisimulables.
Un plan de gobierno, además de indispensable para planificar decisiones a largo plazo, es un factor convocante. Requiere una serie de condiciones tales como objetivos, evaluación de recursos e instrumentos, disposiciones legales y la voluntad de todos los sectores para llevarlo adelante.
Pero el gobierno debe garantizar la seguridad política y jurídica a quienes han de invertir su capital en ese contexto. No solo no hay definiciones de objetivos para el desarrollo comercial, industrial, tecnológico y agroganadero, sino que además el oficialismo tiende a erosionar esa seguridad. La ambigüedad frente a la usurpación de tierras privadas, el agravio y desconocimiento de funcionarios a los legítimos propietarios, el discurso discriminatorio y la condescendencia hacia un provocador como Juan Grabois y su plan de repoblación del país, convierten a la seguridad jurídica y a la convivencia en un tembladeral.
Al mismo tiempo, la ostensible presión de Cristina Fernández de Kirchner sobre la Justicia para tratar de asegurarse la impunidad en las causas en las que ella y su hijo están procesados por corrupción no solo amenaza a las instituciones de la república sino que parece convertirse en la preocupación central del gobierno. Está claro que el país tiene preocupaciones mucho más profundas que la suerte judicial de la vicepresidente.
Con 20 millones de pobres, entre los cuales 5 millones son indigentes y 2 millones, niños y adolescentes con hambre, la Argentina necesita empezar a mirar a la política como construcción de un país y no como caja de empleo para dirigentes y militantes sin formación profesional.
La caída histórica de la actividad y el derrumbe de la inversión, en ambos casos por debajo de los niveles de 2002, destruyeron cuatro millones de puestos de trabajo. La responsabilidad de plantear un plan para resolver semejante catástrofe es del gobierno en ejercicio. Concretamente, del presidente. Con la emisión extraordinaria dispuesta para asistir a los sectores vulnerables y la desaparición de las reservas, la inflación y la devaluación son amenazas perentorias sobre una economía excesivamente frágil. Pero tanto la coyuntura como las perspectivas de largo plazo requieren medidas consensuadas, urgentes y transparentes. Es difícil, pero si no se alcanzan, las instituciones de la democracia y la paz social correrán enorme riesgo.